jueves, 26 de octubre de 2017

De-liras y bandoleros

Bandola andina colombiana de la colección "Caballito del maizal". Foto: Héctor Hernando Parra Pérez.

por: Héctor Hernando Parra Pérez


Lejos. O en lo alto de las montañas, tanto de las escarpadas, riscosas y quebradas, como de las modeladas de altiplanicies y sabanas; ambas, en la cordillera oriental. O en mitad de las montañas, que de las minas pasaron a los cafetales, rumbo al sur, pensando en Santiago de Cali, para su útil cercanía al puerto de Buenaventura, nada más que un despachadero de café rumbo al Japón: Cordillera occidental. Y ¿en la cordillera central? También. Pero, dejando acariciar sus seis órdenes, por el trémolo de las brisas del Magdalena que juguetón, pasa por entre ventanas de madera, habitando espaciosas salas altas como iglesia. Lejos. En el tiempo también. En tiempos y lugares de galerón, y tal vez por eso fue, esa pintoresca fusión compositiva regionalesca de Alejandro Wills. A propósito, en el camino a Venezuela, mata-mata es su nombre, desde los de San Martín, hasta los de Casanare.

Lejos ¡Que haya llegado hasta el Táchira a mediados del siglo XX! ¡Eso sí que es lejos! - ¿Lejos? No, para nada. Lejos Puerto Rico, y lejos Cuba, - ¡Ja! Si a eso vamos, ¡Lejos las islas Canarias! - ¿Nos pusimos muy ultramarinos? ¡Lejos Andalucía! – Eso no es nada, ¿Lejos?, ¡Lejos Castilla! – Lejos si…Pero, más lejos las Filipinas, que no se llaman así por Felipe, el de Los Tolimenses.

Las doce cuerdas, para la bandurria de España. Allá sí, que allá las cuerdas las fabrican. Pero las catorce, para la bandurria en Filipinas y las dieciséis, de la colombiana (así como las quince), que toma tiempo el barco que las trae. ¿La porción vibrante de las cuerdas? Acusa, que se quería una tesitura entre el soprano y el contralto de la bandurria, tal vez, para voces intermedias, en el justo medio del mestizaje arraigado entre estas tres cordilleras; o tal vez, formular un diapasón más amable a los dedos tan gruesos, como alejados de las escuelas para digitación de instrumentos de plectro. Catorce, quince y dieciséis, porque no eran cuerdas tan accesibles, y si se totiaba alguna, quedaban otras dos, al menos en los dos primeros órdenes. Si se pandeaba la tapa armónica por tanta presión, total, había más Pino y Pedro, digo, cedro, para darle forma a las nuevas liras.

¡Cierto! ¿Y Todo esto de las paradojas y contradicciones de la emancipación criolla? ¿Será que la institución/los poetas se inventaron una historia sobre la bandola andina colombiana, para no hacer evidente que no es más que una bandurria española menos reconocida que la soprano estándard? Para más señas, cito al taller de guitarras, bandurrias y laúdes de Alberto Carrillo, que queda allá lejos, en Valencia, en Literato Azorín # 15, Barrio San Mateo, pero del que me enteré, por una bandola “Andina colombiana” colgada en una pared del municipio de Labateca, Norte de Santander: Lejos.

Suena hermoso la bandola andina colombiana, y memorias tengo y relatos hay, que dan cuenta de su uso en manos de campesinos de la tradición voz a voz, o de músicos de pueblo que leían nota, y peluqueaban la mota. De músicos de banda municipal o departamental que complementaban sus decires, dando serenatas de bambuco en dueto. Tal vez ellos, poco reconocidos, fueron los que hicieron que esa bandurria española mezzosoprano, se volviera bandola andina colombiana, nada más que por la forma de tocarla y por las cosas que cantaban con ella. No tan atrás en el tiempo, apenas empezando el siglo XX. Con todos ellos, como idólatras de la Lira colombiana y entre todos nosotros, desde hace mucho, encurubitamos a lo alto, al altísimo parnaso, a los escogidos/merecedores para cantar sobre esos temas tan emotivos llamados “pueblo”, “nación”, “terruño” e “indiecitas” y “morenas”; en elegantes certámenes alejados del pueblo, la nación, del terruño, de lxs indígenas y lxs afrodescendientes, y en los que es oportuno hacer del dolor del pueblo, elegantes formas musicales revestidas con técnicas eurocéntricas. Para cantar, con lenguaje eurocéntrico, los daños de los españoles de hace quinientos años, que no los de los organizadores del imaginado certamen. Claro, depende del ámbito, y de la cantidad de cuerdas en la banda, bandola.

Cerca, cerca de mi opinadera, digo pues, que sería más coherente reconocer sanamente y concederle su lugar al aporte hispánico en nuestra cultura mestiza, pues los intentos de hacerla parecer nativa, con los indigenismos y los criollismos mediáticos, en verdad que siguen replicando, con efecto delay, puras estrategias coloniales que fueran patrocinadas por las rivalidades de las potencias del viejo mundo, y también, ya en el contexto de la guerra fría, por sus dos grandes polos, usando a la gente que la pasa mal, como publicidad; anestesiándonos o condicionándonos artísticamente, y dificultando la posibilidad de hacernos cargo del mestizaje delirante en el que vivimos. ¿Cómo asumir a la bandola aymara que vive en Chile? Está un poco más difícil de entender, que la bandola oriental, que vive en  Venezuela.

sábado, 9 de septiembre de 2017

¡Ay Tiple grillo, Chinita, Florinda, Requintillo, cuídame, que soy un pillo!

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Requintillo de la colección "Caballito del maizal" donación del señor Raúl Peña. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

Un silencioso amanecer me descubre con la desazón que supone ser un fracasado marginal, a la vez que un cómodo y quejumbroso ¡Sin ni siquiera poder culpar de ello, a los vicios más prestigiados como las drogas o el alcohol! Negocios disputados entre unos y otros, que se comieron el alma de tantos verdaderos artistas. A ello añado, el seguir contemplando un remedo de consciencia, pues la reiteración de pensamientos sordos y enroscados en su propio absurdo, se toman la potencialidad de una mente necesitada de crear, expuesta a los malestares de una sociedad, de la que sigue siendo parte. No hay escape: hay que levantarse de la cama.
En medio de aquellas nebulosas, me trato de asir a unas cuerdas, o a unas membranas, o a unos carrizos, o, para más simbología y telurismo,  de las semillas que preñan los subsuelos del sonido, y contemplo, a guisa de ejemplo, al ingenio de aquellos que la han pasado mal, marginados y utilizados por el maniqueísmo de las representaciones institucionales. Por ahí me flota la idea, que tengo del señor Pedro Morales Pino, de quien ya nunca más olvidaré, al pasaje Rivas, tan de sus soledades.
Hay más de cuatro preguntas para formular al respecto de las músicas que hoy cantan lo que fueron penas, pero como diversión y entretenimiento; o intelecto y deleite. ¿Qué más da? En todo caso, ya sólo son bandera. Bandera ¡Qué ironía! Del aparato que sistemáticamente ha marginado a esos incómodos creativos, para complacencia de gestores y mercachifles, de imitadores y postizos, tan efectivos y audaces. Tan lentejuelas y canutillos. Tan “Bling-bling” versus el Rythm and Poetry. Y l@s negr@s y l@s indi@s, y l@s campesin@s, ¡Ah! ¡Qué fácil cantera de la representación le resultan a la bandera y sus agentes!
¡Qué cuento de la quinta cuerda de Diego Fallón! ¡Qué cuento de la sexta cuerda de Morales Pino!
¿No han visto al bandolín tachirense? ¿No han visto a la bandurria filipina? Si nada se dice de Fallón en el Táchira, Menos se dirá de Morales Pino en los alrededores  de Manila. Es que esos cuentos no los cuentan, pues el aparato, ávido de almas, borra subjetividades para hacer himnos y proclamas autosuficientes.

A esas guitarritas del siglo XIX que se llamaban tiple o bandola (Según el temple que se le diera) había que esconderlas; como hasta hace poco decían en el Patronato colombiano de artes y ciencias que “había que quitar a las panderetas de la organología colombiana porque no es un instrumento folclórico colombiano, sino español” siendo que, hay más coplas de “La Pandereta y el chucho” que de cualquier otro instrumento musical propio de las parrandas torbellineras. Coplas que no se las inventó la institución, incapaz de esas liras, sino la gente, y desde tiempos en que el alcalde y el cura vestían de alpargate y ruana (Sin querer decir por ello, que el torbellino nació en Vélez en épocas muy lejanas). O ¿Cuántas coplas de la esterilla y el quiribillo, o el alfandoque y la carraca se topan en esas lides poéticas?           La zambumbia y la tambora
                                          Se fueron a parrandiar
                                          La zambumbia pegó un brinquito
                                          Hasta el África, su hogar  (nativo, que no adoptivo) 

A esas guitarritas, había que inventarles algo, para que no parecieran de otro lado. Nada más, para que parecieran la más legítima herramienta de la autoafirmación institucional, que invisibiliza a los sujetos que conforman la nación. Lo “Legítimamente nacional” convierte en leyenda al hombre, para deleite de sus Atlas. Y a los humanos, una vez que han dado lo más caro de su alma, los hace deudos, Morales. Hasta divertido resulta, que la historia de lo más legítimamente nacional en cuanto a cordofonescas tiplesencias y requintesencias, ha sido escrita por un ascendente extranjero. Norato hasta donde sé, tiene más de italiano que de muisca. Extranjeros que unas veces eran solícitos por la monarquía o la República, talentosos y virtuosos bienamados; o eran huidos de la Monarquía o la República, ora piratas e irredentos, también talentosos y virtuosos. ¿O es que la escala para el diapasón de un tiple le sirve a una mandolina?

De esas guitarritas, lo último que supe, es que el mercado voraz, las convirtió en juguetes para turistas, cuando aún se llamaban requintillo. Sus ocho clavijas, se volvieron seis, sus trastes calibrados desaparecieron, y al rico acabado en goma laca, tan delicado en su preparación, le sucedió un machetazo en aerosol azul-verdoso, que muchas veces sabía decir: “Colombia te quiero”.

domingo, 28 de mayo de 2017

Llamador de certezas

Llamador de la colección de instrumentos musicales "Caballito del maizal" Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Desde estos treinta y un años de vida, que es una de las cosas más ciertas de las que puedo dar fe en mi empiria, es que suelo pensar más en lo que hubiera querido ser, ignorando por momentos, lo que ya soy. Sentencioso suena, pues el precio de la certidumbre cifrada desde la cronología personal, no da muchos lugares a especulaciones o interpretaciones alternativas de la realidad, que empero, gozan de bastante valor cuántico…mágico, también cierto.
Por andar contemplando esa realidad hipotética obsesionada con la gran escena, a veces no veo la magnitud de la existencia de testimonios de un hacer, como por ejemplo, la existencia de un espacio lleno de tropiezos haciéndose experiencias, como Caballito del maizal. Por añorar muchos “Me gusta” en las redes virtuales, a veces ignoro la certeza de un abrazo en la realidad no virtual. Por desear una proclama confortante, no veo al llamado de atención de naturaleza vermífuga.
Tal vez toda mi relación caminada, con los tambores afrodescendientes, que por no ser tan visible  no deja de ser importante para este acervo, inició con el primero de los Tres golpes que se le dan a un humilde instrumento que, algunas veces, los folcloristas, que cumplen con su cuota de participación colectiva desde la gran escena, no quieren tocar en ciertos eventos. Pero, no más en su morfología, ese pequeño y humilde instrumento, el más pequeño de los tambores de cuñas de caribe colombiano, nos invita a interpretar la cadena de acontecimientos históricos que nos han traído hasta nuestros días, manifestaciones tan potentes como mestizas, como lo son el bullerengue, la gaita y la cumbia. El llamador, tiene porte de tambor propio de gentes de hablas Yorubas, en medio, de rítmicas de gentes de habla Bantú, e incluso, de brillos y armónicos en cuero, de gentes de habla Malinke. ¡Cuánta vistosidad y relevancia empieza a cobrar nuestro pequeño compañero!
Unas cuantas veces se pasa por alto, a aquel que propicia en los pueblos, dar con la rueda, tal vez por la misma euforia que genera el conjunto. A lo lejos, se oye el llamador. De cerca, se esconde entre los revuelos de su hermano más alta y protagónica por lo encantador a la vez que exigente. Entre cantos de versos dicientes y urgentes. Entre bramidos de tambora foránea y observante, entre palmas, gritos y semillas, entre pájaros bullosos de catarnica flauta de millo y pavonesca gaita. Pero ¡Ay de que falte su grave pulso de corazón irrigador!
Quien sabe a qué camino llamé, desde el primerísimo golpe que le propiné con mi zurdera, a la piel del primer llamador que toqué. Pero también es cierto, que ese primer golpe, me tiene acá, justamente. Sin saber, si quiera, qué significa éste momento. Más, todo parece indicar, que contando con vida, como lo estoy ahora, me puedo conceder entonces el derecho a adivinar, que por eso me tiene vivo ese percutir: hecho un joven señor inquieto e inconforme, y tal vez, algo adormilado, frente a la vertiginosa exigencia veloz y mutante, de los revuelos que ofrece un mundo impredecible desde siempre. Impredecible incluso desde la recordación. Repleto de múltiples interpretaciones.
A lo lejos me oí, teniendo el llamador sobre mis piernas. Me descoloqué de cuerpo presente en ese tiempo múltiple que prescinde de los treinta y un años y me vi en la otra orilla del mar, para tratar de entender la queja, pero también la fe depositada en la locura políticamente correcta y mil veces preferible, a la tan vilipendiada razón. Pobre razón, que sólo ella sabe de sus limitaciones.
No es tan razonable ese repetitivo golpe que no da lugar a las variaciones y revuelos de su hermana, el tambor hembra tan codiciada. Inclusive, desde una posibilidad de interpretar las cosas a lo egoísta, pareciera mucho más lógico, querer destacarse, convirtiendo al tambor hembra en una fuente de destrezas, herramienta o instrumento para acceder a mayores oportunidades de auto-perpetución frente a la amenaza del cruel Saturno, que, sumergirse en las arcillas tan amenazantes del recientemente llamado bajo perfil. Arcillas, que sin embargo, moldean la manera de pasar por las historias, alfareando a los bailaores de la dualidad. Un humilde llamador, vaso pequeño de ceiba sagrada, da forma. Sentido. Contraste (encontraste) a todos los revuelos de esta ensoñación colectiva que llamamos vida, entre sus pulsos de rigurosa festividad.

sábado, 25 de marzo de 2017

Jujuto en cuento

ovebi mataeto de la colección "Caballito del maizal". Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Ahora que dos admirados músicos cercanos peregrinan al oriente, pienso en las migraciones polinésicas, siberianas y africanas, que habrían traído, a los que después se les llamarían indígenas americanos, miles de años atrás, a este continente desde el que ahora escribo. De seguro, mis colegas habrán de pensar en ciertas coincidencias y similitudes entre las musicalidades orientales, y las musicalidades amerindias a las que han dedicado sus estudios. Y de seguro, que no sólo hallarán coincidencias en el plano de lo específicamente sonoro, sino también, en los planos simbólicos que nutren de significado a la interpretación acústica de objetos, voces y movimientos. Lo indígena, que ha recorrido largos caminos en busca de vivir, de soñar y de perpetuarse en otras historias que más que escritas, son cantadas. En largos poemas épicos milenarios, o en reiterativas fabulaciones acompañadas de maraca y plumas.
Esos saberes de la gente de ojos rasgados de aquí el pacífico y de allá el pacífico, casi que se resumen en algo que le resulta totalmente opuesto a las pretensiones de dominio que han surgido de la trama desatada en los desiertos del medio oriente, y que hallaron eco en las desaparecidas florestas de la Europa central, o en los hirvientes puertos del mediterráneo. El saber de vaciarse de datos, para llegar a la sabiduría. Quiero decirlo así. Un saber, de no saber. Un saber de observar frescamente a la realidad a cada instante. Un saber de tener visión. En contraposición a un saber consistente en acumular información ya vivida, información proveniente del pasado y del presente hipotético.
Cuando fueron invocadas las fuerzas elementales contenidas en los instrumentos musicales que hacen parte de algunas de las culturas indígenas que actualmente viven en Colombia, entre el primero y el tres de marzo de 2017, aparecieron diferentes personalidades convocadas a escuchar un mensaje ininteligible contenido en dichos objetos. Objetos, que fueron moldeados por otras formas de pensamiento, desde la mirada vertical que se tiene por hegemónica o dominante. Fue todo un gusto compartir tantos sonidos, y maneras de percibir lo bello en lo acústico. Toda una responsabilidad compartir un mito hecho frecuencia audible, con tantas consciencias diferentes. Toda una renovación mental, emocional y espiritual, llevar a cabo esta invocación de la antigüedad.
Tanto así, que me vi en contacto con un representante de esa vetusta manera de ver la realidad musicalmente hablando, y que, gracias a ese encuentro, se la diferencia entre lo antiguo y lo rancio. Después de respirar profundamente un rato, luego de esa insospechada visita, la primera frase que me dije a mí mismo fue: “¡Si existen esas personas!” Y es que parece mentira, que hoy en día se sigan estableciendo juicios de valor sobre manifestaciones culturales de otros mundos, y menos, en un escenario académico. Que curiosa inversión de valores. Los saberes académicos, o más bien, quienes se asumen como representantes de dicha manera de acercarse al conocimiento, muchas veces establecen una connotación negativa sobre otras maneras de asumir la realidad, al juzgar ciertas manifestaciones que no impulsan sus búsquedas, con las herramientas epistemológicas ya por ellos conocidas. Sin duda alguna, para una mente llena de referentes fuertemente cimentados en la noción de verdad es muy desafiante asomarse a otros esquemas y miradas, particularmente, si provienen de culturas que han sido violentadas desde tantos flancos.
Es necesario vaciar la mente, para saber. O, se vacía la mente y se sabe. O se sabe que se está vacío y eso puede ser sabio... o no. O, se recuerda que la mente es tan intangible como el espíritu, o se siente…en todo caso, es curioso, pero, en medio de esta pequeña ventana que le abro día tras día a lo misterioso, quiero evocar. Evocar que en la soledad de una sabana soñada por Kuwei, el cráneo vacío de un venado me ha dicho más cosas hermosas y sabias, que la grosera apreciación que sobre el mismo cráneo, del mismo venado, tuvo un cráneo lleno de datos e informaciones sobre "La" teoría musical. ¿La mayor? ¿La menor? Lo cierto, es que, quien escribe, no ostenta un título universitario. 


lunes, 20 de febrero de 2017

Las Jivas

Jivabürru de la colección Caballito del maizal. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Tal vez sea muy concreto el título con el que decidí empezar este escrito, para reanudar mis actividades literarias de divulgación virtual. Pero, es que así mismo es concreto el contenido que pretendo ofrecer a los estimados lectores.
Como jivas, se le llama “popularmente” o en abreviatura, a las flautas de cañas amarradas que utiliza la etnia Jivi para sus celebraciones colectivas, en un ámbito festivo; profano, si cupiera bien el término. Es que a veces, relacionamos desde la ciudad, a las prácticas musicales y danzarias de las comunidades indígenas, únicamente dentro de un contexto ritual, ceremonial y sagrado. Significando éste último término, en términos religiosos, como más a la mano los tenemos los citadinos, aunque seamos o no, practicantes de uno de los sistemas de creencias venidos desde España, hace ya cinco siglos, o de Inglaterra o Estados Unidos según sea el caso.
Máxime, cuando vemos que en la celebración de dichas manifestaciones, se emplean instrumentos musicales que demuestran en su elaboración e interpretación una lógica de pensamiento con elementos prehispánicos más evidentes. Valga mencionar en este punto, que en ciertas etnias y en ciertas celebraciones, instrumentos musicales relacionados con un evidente aporte hispánico, tienen, un elemento ritual muy acentuado y hasta privativo, pese, a ser instrumentos descendientes por ejemplo, de la guitarra española del siglo XV y XVI.
Al visitar a algunos integrantes de la etnia Jivi, en la comunidad de Coromoto en Puerto Ayacucho, teníamos en mente, una serie de miradas previas. Tal vez la más dramática de esas miradas, y que estaba plenamente relacionada con la realidad histórica reciente del territorio colombiano, era aquella según la cual, teníamos consciencia de que los Jivi que visitaríamos, migraron desde territorio colombiano hacia territorio venezolano, por factores relacionados con la violencia que se recrudeció en los llanos neogranadinos en la mitad del siglo XX. Aunque no hemos estudiado los pormenores de estos nefastos acontecimientos, mucho habría tenido que ver la persecución política que se desató entre llaneros del partido liberal, y la policía conservadora que empezó a hacer matanzas selectivas en contra del partido de la bandera roja. Esto pudo haber desatado una mayor presión sobre nuevos territorios aún no explorados y con ello, una mayor presión sobre los antiguos habitantes de los territorios. Aparecieron o por lo menos se hicieron más evidentes, las desgraciadamente llamadas cuibiadas o guajibiadas: Matanzas perpetradas contra indígenas Cuibas y Jivis (Guahibos) en disputas territoriales por el control del uso del suelo perpetradas por ciertos sectores de colonos que veían a los indígenas como enemigos “Más dañino que los animales” por aquello que los animales pueden hacer daño involuntariamente, mientras que “el indio lo hace deliberadamente”.
No sólo significaría esa experiencia la primera vez que visitaríamos por varios días a una comunidad indígena, sino que también visitaríamos a los sobrevivientes de la guerra colombiana de los años 50´s.
Todo el mundo de imágenes borrosas, prejuicios e idealizaciones se fueron diluyendo hasta dejar en nuestras memorias y cuerpos el rastro de haber visitado a seres humanos en pleno ejercicio de autoafirmación, adaptación y supervivencia, con todas las transformaciones que ello genera en las culturas. Partiendo de los relatos del trabajo de campo que adelantó el “CIDICUV” Y “VENEZUELA AUTÉNTICA” de mano de nuestro amigo Danny Torres, nos fuimos sumergiendo en el pie de selva amazónica, dando con los memorables Pedro Morales “Quéquerre” y sus hijas, con Miguél Gaitán,  la señora Cristina Gaitán, y sus hijas; con José Antonio Caribán “Yakueto” con Jaime López “Watsarca” y los miembros del grupo de danzas. También, con el ruido de las iglesias irrumpiendo el canto de los seres selváticos y disputándose la sonorización electrificada con los equipos de sonido plenos de reguetón y bachata. Con mercados en vez de tierra sembrada, pues la yuca amarga y sus comestibles ya no se siembran y preparan, sino que compran en Puerto Ayacucho.
Sin embargo, ni la sordera progresiva de Pedro Morales, ni las cataratas de Miguel, ni el reumatismo de la señora Cristina pudieron evitarnos saborear un poco de esa historicidad que aún resuena entre cráneos de venado y tsitsitos. La mata de Jiva, el carrizo de elaborar instrumentos musicales, se ha quemado en sus historias, y así, el grupo de danzas se busca un nuevo lugar para mantener las sonoridades, también en tarimas y festivales culturales.

Las jivas, han sido flautas para hacer fiestas. Fiestas de beber yarake y de bailar durante horas por diversión. Ya el antropólogo puede ver muchas cosas. Y nosotros también. 

lunes, 28 de noviembre de 2016

El músico que contemplaba su ego

Por: Héctor Hernando Parra Pérez

Oud de la colección Caballito del maizal. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez


De los días que estuve en Venezuela, ya abierta la frontera en el año 2016, dediqué tres de todos, a la consecución y vuelta a casa, con un emblemático instrumento musical que encierra dentro de sí, buena parte de los contenidos simbólicos, históricos y estéticos que una visión particular deposita en los llamados, técnicamente, laudes, de mango, compuestos, de varios órdenes. O mejor dicho, sus descendientes.
Un viaje que representó en la carretera, la travesía misma que se efectúa tras un conocimiento tan específico como vago, tan antiguo como contemporáneo. Tan tangible como espirituoso, tan ajeno, como tan propio. Tan lejanos y distantes solemos ver a nuestros predecesores en la espiral histórica, que tal vez es síntoma de que con el razonamiento no corresponde saber, lo que se lleva en la mismísima piel, y el mismo mirar, entre ceja y ceja.
Me enamoré de la leyenda de Ziryab. Hace como unos diez años supe de la historia del músico que emigró del califato de Bagdad por envidia de su maestro, tomando rumbo hacia Córdoba y partiendo la historia de la humanidad en dos. Muy probablemente no existiría la guitarra hoy en día, o por lo menos, no como la conocemos, de no haber sido por la trashumancia que se comió miles de kilómetros de dunas y desierto, menos áridas en todo caso, que la envidiosa amenaza de aquel en quien se ha confiado el aprendizaje y la enseñanza. Se me antoja decirle a los cuatro vientos, que la envidia del maestro de Ziryab, fue un indescifrable acertijo que le dio vida a esa necesidad del genio del Al-ándalus por existir, y hacer existir también a sus ideas allá, donde fueran bien recibidas.
Veinticinco horas de viaje continuo, representaron adentrarme al corazón del estado Guárico. Curiosamente, en esa visita inesperada y maratónica, fui presa del asombro cuando vi a esos cerros del otro mundo, esos que quieren delimitar las tierras de Aragua con las de Guárico. Esos morros dedicados a San Juan, son los guardianes de la cuna en la que nació mi bandola central o cordillerana. ¿No es mucha coincidencia? ¡Denme tiempo para escribir la explosión de sensaciones que perfuman a mi cabeza! Es que, para la triangulación coleccionista de Caballito del maizal, es altamente significante que en el mismo Estado, confluyeran en fechas diferentes y en circunstancias diferentes, la adquisición de dos instrumentos tan antiguos como contemporáneos: ¿La bandola central es sucesora del oud o, El oud es descendiente de la bandola? La bandola tan contemporánea como tradicional, en las celebraciones del paisaje central venezolano, a la que aún hoy en día se le hieren sus cuatro órdenes dobles y octavados con un trozo de caparazón de tortuga, esa bandola, aún conserva los cuatro órdenes a los que se refieren en la historia los cronistas previos a la hazaña modificatoria de Ziryab. Los cuatro órdenes que se mimetizan con los cuatro humores del ser humano. Una relación alquímica, mágica de unas potentes capacidades cuya observación es de ese mediterráneo que nada le temió a los mitos, la experimentación y la poesía. Al ingenio. Que todo le sucumbió a la codicia, a la guerra y la ruina. Sangre. Bilis negra. Flema. Bilis. Norte, sur, oriente y occidente. El cuatro. Mi. La. Re. Sol, con el cuatro, llanero, La, Re, Fa#, SI.
Mi oud estaba lejos, pero más lejos está la posibilidad que me sumerja en el mundo de lo concreto. Del éxito. Prefiero adolecer de un ego observado, que complacerle con triunfos y méritos baladíes: De los que está lleno el mundo y el mercado del arte, la historia y el folclor. Observo, y a veces duele, y a veces ese dolor destella en luciérnagas libidinosas de pantano. Eso es desarrollar un alma. La quinta cuerda que puso Ziryab. Mi oud de seis órdenes, es así por los seis hijos que hoy completaron la colección hija de la guitarra conquistadora y persuasiva: Reconocerme entre el antiguo virreinato de Nueva España y su Malinche, con sus tres jaranas de la Vera Cruz tan fandanguera, y sus tres números larenses, tan tamunangueros*. Jarana primera, segunda, tercera, Cuatro, Cinco y Seis. Que es en la fiesta, donde conviven los egos. Que en la fiesta de los santos, es donde sobrevive lo pagano.
*Pienso desde mi ignorancia, que la criollización de la guitarra española empiezalentamente desde el siglo XVI, período en el cual, el actual territorio venezolano hacía parte de la Real Audiencia de Santo Domingo y esta a su vez, del virreinato de Nueva España. Pienso, que para cuando se crea la capitanía general de Venezuela, y esta se adscribe al virreinato de Nueva Granada, ya existían formas criollas de construir y de interpretar la guitarra, aunque sea hasta el siglo XVIII que se hallen elementos documentales que sugieran dichas prácticas, para el caso concreto de la jurisdicción de la población de El Tocuyo.



jueves, 13 de octubre de 2016

Gaitas, Gavilanes y Guitarras.

Gaita charra de la colección Caballito del maizal. Donación del profesor José Ramón Cid Cebrián. 
Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Dijo, el señor Laurentino Quiñones, en uno de los capítulos de la serie televisiva “Expedición sonora” dedicado a las chirimías y a las bandas de flautas del Cauca andino; que la caña con la que se elabora el instrumento melódico típico de estas agrupaciones, recibe el nombre de gaita.
Hace más o menos dos años, Néstor Pinilla me escribió a mi cuenta de Facebook para contarme que se había ido a vivir a mi ciudad natal, invitándome a toca músicas de chirimía las veces que yo me encontrara por allá.
A finales del año 2015, di con el señor Iván Mayorga, gracias al maestro Omár Flórez. En ese momento le encargué al maestro Omar, la confección de tres flautas de caña, que fueran réplicas de las que usara el señor José Idrobo en San Agustín, Huila. El día que las fui a recoger, conocí una bella caja redoblante típica del macizo colombiano, y días después, adquirí el bombo en casa del señor Mayorga. Ya con ese juego completo de instrumentos, me animé a escribirle a Néstor para hacer unos pequeños recorridos con algunos amigos más, por los barrios céntricos de la capital del Tolima.
También me había llevado yo, mi requinto de clavijas de madera. A la par de la flauta, empecé la tarea de hacer merengues y rumbas dedicados a la avifauna local.
Ese miércoles de enero, Néstor se había demorado en llegar a nuestra cita de las tres de la tarde en la plazoleta de La Pola. Se me ocurrió entonces, sacar mi libretica de apuntes, para esbozar unas cuantas cuartetas dedicadas al colibrí. Las cuartetas se me acabaron, el estribillo también, y con los instrumentos tomé, dirección occidental rumbo a casa de mis padres. Ya dos cuadras más adelante, venía Néstor y empezamos los dos nuestra correría por La Pola y Belén, desembocando en la Plaza de Bolívar.
La sed de la tocada me propuso tomar un poco de agua fresca, mientras conversaba con Néstor. Inconscientemente, mi mirada se dirigió al único árbol extranjero que vive en la plaza, una secuoya, que en su copa recibía el peso de una rapaz que supongo, era un gavilán. ¡Más no era aquello lo sorprendente! Como una espadita de colores refulgentes, le hacía la guerra a la rapaz, un diminuto pero osado colibrí que a cada embestida y lanzazo, emitía un chillido de profundo descontento frente a la presencia del accipítrido. Asombrado yo, puse la flauta bajo mi brazo, y sin perder de vista tamaño episodio, de épica ornitológica, le seguía hablando a Néstor, contándole mis impresiones. Por ello, tampoco me di cuenta de que en el mismo plan observante, venía Juan Daniel, coterráneo que hacía un tiempo no venía a su ciudad natal.
El colibrí logró su cometido, desterrando al gavilán de la punta de la secuoya. Parece, que se había ido a una de las ramas de la emblemática ceiba, adyacente a la antigua sede del colegio donde tanto Juan, como yo, habíamos estudiado en épocas diferentes, sin conocernos en esos tiempos.
Ido el gavilán, Juan se dio cuenta de que hacíamos músicas Néstor y yo. Entablamos los tres una conversación en la que, dentro de tantos detalles coincidentes, coincidimos nuevamente, en el nombre de un instrumentos musical; instrumento al que conocí, gracias a las consecuencias de este blog: El pandero cuadrado de Peñaparda, pues, Juan trabaja y vive en Salamanca, donde entre otras cosas, desarrolla actividades relacionadas con las músicas de allá; y yo, gracias a una conversación vía chat, que tuve con Edgardo Civallero, a raíz de las búsquedas en torno del chimborrio,  supe de la cuadratura de ese membranófono castellano. ¡Ojalá coincidamos en Salamanca! decíamos ya para despedirnos, sin embargo, para mis adentros, veía tan remota mi ida a España, que tomé dicha promesa como una de tantas que se hacen, cuando se suponen imposibles a la razón. A las dos semanas de ese encuentro, se me convoca para hacer parte de una gira musical por Sicilia, por parte del grupo de danza “Akaidaná” del que es parte Tatiana Hernández, directora de la Fundación artística Inti Amarú, espacio artístico del que soy miembro en tanto músico-actor de la obra de creación colectiva “Buya…Buya…Bullerengue”. ¡Eso de Agrigento a Salamanca no es sino un paso! y, como el gavilán y como el colibrí, volamos. Volamos rumbo al mediterráneo que nos recibía, para despedirnos entre todos del invierno, y saludar a la primavera, con la floración de los almendros.
Me fui de Agrigento sembrando una gaita corta en La mayor y cosechando un mandolino. Me fui de Salamanca sembrando una gaita corta en Sol Mayor, y cosechando una gaita charra. Dimos mi compañera Inti y yo, razón del chimborrio en la emisora de la universidad de Salamanca, departimos algunas canciones con gratos músicos de la ciudad y volvimos a nuestro país.
Tanto busca Juan sus cuestiones de charros, entre las artes de Salamanca y las del occidente mexicano, que me hizo pensar en mis propias búsquedas de atar cabos desde las músicas hacia las historias. Supe entonces de su aprecio por el trabajo del grupo de música antigua Segrel, que desde México, concatena músicas gestadas en el renacimiento y el barroco español e hispanoamericano, con músicas de tradición popular en México, como el son huasteco. A sabiendas de la alta posibilidad que tenía mi persona de ir al país de los Aztecas, me contacté con Manuel Mejía Armijo, director musical del grupo Segrel, y con el luthier Salvador Soto, artífice de la guitarra que representa para mí, lo indecible de nuestro mestizaje, pues es a ella a quien le corresponde, desde la dulce melancolía de su sonido. Madre del la evocación del tiple con sus guabinas y del alborozo del cuatro en el joropo.