lunes, 20 de febrero de 2017

Las Jivas

Jivabürru de la colección Caballito del maizal. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Tal vez sea muy concreto el título con el que decidí empezar este escrito, para reanudar mis actividades literarias de divulgación virtual. Pero, es que así mismo es concreto el contenido que pretendo ofrecer a los estimados lectores.
Como jivas, se le llama “popularmente” o en abreviatura, a las flautas de cañas amarradas que utiliza la etnia Jivi para sus celebraciones colectivas, en un ámbito festivo; profano, si cupiera bien el término. Es que a veces, relacionamos desde la ciudad, a las prácticas musicales y danzarias de las comunidades indígenas, únicamente dentro de un contexto ritual, ceremonial y sagrado. Significando éste último término, en términos religiosos, como más a la mano los tenemos los citadinos, aunque seamos o no, practicantes de uno de los sistemas de creencias venidos desde España, hace ya cinco siglos, o de Inglaterra o Estados Unidos según sea el caso.
Máxime, cuando vemos que en la celebración de dichas manifestaciones, se emplean instrumentos musicales que demuestran en su elaboración e interpretación una lógica de pensamiento con elementos prehispánicos más evidentes. Valga mencionar en este punto, que en ciertas etnias y en ciertas celebraciones, instrumentos musicales relacionados con un evidente aporte hispánico, tienen, un elemento ritual muy acentuado y hasta privativo, pese, a ser instrumentos descendientes por ejemplo, de la guitarra española del siglo XV y XVI.
Al visitar a algunos integrantes de la etnia Jivi, en la comunidad de Coromoto en Puerto Ayacucho, teníamos en mente, una serie de miradas previas. Tal vez la más dramática de esas miradas, y que estaba plenamente relacionada con la realidad histórica reciente del territorio colombiano, era aquella según la cual, teníamos consciencia de que los Jivi que visitaríamos, migraron desde territorio colombiano hacia territorio venezolano, por factores relacionados con la violencia que se recrudeció en los llanos neogranadinos en la mitad del siglo XX. Aunque no hemos estudiado los pormenores de estos nefastos acontecimientos, mucho habría tenido que ver la persecución política que se desató entre llaneros del partido liberal, y la policía conservadora que empezó a hacer matanzas selectivas en contra del partido de la bandera roja. Esto pudo haber desatado una mayor presión sobre nuevos territorios aún no explorados y con ello, una mayor presión sobre los antiguos habitantes de los territorios. Aparecieron o por lo menos se hicieron más evidentes, las desgraciadamente llamadas cuibiadas o guajibiadas: Matanzas perpetradas contra indígenas Cuibas y Jivis (Guahibos) en disputas territoriales por el control del uso del suelo perpetradas por ciertos sectores de colonos que veían a los indígenas como enemigos “Más dañino que los animales” por aquello que los animales pueden hacer daño involuntariamente, mientras que “el indio lo hace deliberadamente”.
No sólo significaría esa experiencia la primera vez que visitaríamos por varios días a una comunidad indígena, sino que también visitaríamos a los sobrevivientes de la guerra colombiana de los años 50´s.
Todo el mundo de imágenes borrosas, prejuicios e idealizaciones se fueron diluyendo hasta dejar en nuestras memorias y cuerpos el rastro de haber visitado a seres humanos en pleno ejercicio de autoafirmación, adaptación y supervivencia, con todas las transformaciones que ello genera en las culturas. Partiendo de los relatos del trabajo de campo que adelantó el “CIDICUV” Y “VENEZUELA AUTÉNTICA” de mano de nuestro amigo Danny Torres, nos fuimos sumergiendo en el pie de selva amazónica, dando con los memorables Pedro Morales “Quéquerre” y sus hijas, con Miguél Gaitán,  la señora Cristina Gaitán, y sus hijas; con José Antonio Caribán “Yakueto” con Jaime López “Watsarca” y los miembros del grupo de danzas. También, con el ruido de las iglesias irrumpiendo el canto de los seres selváticos y disputándose la sonorización electrificada con los equipos de sonido plenos de reguetón y bachata. Con mercados en vez de tierra sembrada, pues la yuca amarga y sus comestibles ya no se siembran y preparan, sino que compran en Puerto Ayacucho.
Sin embargo, ni la sordera progresiva de Pedro Morales, ni las cataratas de Miguel, ni el reumatismo de la señora Cristina pudieron evitarnos saborear un poco de esa historicidad que aún resuena entre cráneos de venado y tsitsitos. La mata de Jiva, el carrizo de elaborar instrumentos musicales, se ha quemado en sus historias, y así, el grupo de danzas se busca un nuevo lugar para mantener las sonoridades, también en tarimas y festivales culturales.

Las jivas, han sido flautas para hacer fiestas. Fiestas de beber yarake y de bailar durante horas por diversión. Ya el antropólogo puede ver muchas cosas. Y nosotros también.