Carángano de la colección "Caballito del maizal"
Foto: Héctor Hernando Parra Pérez
por: Héctor Hernando Parra Pérez
Me sirvo de un verso
de la letra del Wonde, o castellanizando, del Bunde de Castilla, para mencionar
que al diablo cristiano se le dio desde el período colonial, el nombre de una
etnia del África centro occidental, para empezar este escrito.
Siento la superficialidad de esa opinión
generalizada sobre los orígenes de la cultura popular tradicional del Tolima
grande en la que sólo se le hayan raíces “indígenas y blancas”. Con un notable
uso del juicio superfluo, se menciona repetitivamente, a los pijaos históricos
y su belicosidad estereotipada, su canibalismo publicitario, y sin más, viene
con ello, una aceptación pasiva de que el carácter de los tolimenses proviene
de ahí (¡Paradoja!). Algo, que probablemente le resulte de utilidad a los
requerimientos mediáticos de un equipo de fútbol y su hinchada; pero que
debería ser mirado por muchas aristas y con muchos matices para acercarnos a
una realidad colectiva, vigente y compleja.
Por otra parte, se habla de los
españoles. Se les hace ver en ese territorio, como que después del arrasamiento
contra los pueblos indígenas, no hicieron mucho más, pues, aparte de las
guerras y devastaciones patrocinadas por las fuerzas de la corona, no se
comenta mucho de lo colonial y sus haciendas, sus jesuitas y sus fiestas de Corpus
Christie, San Juan y San Pedro. Mucho menos se habla de esos buscadores de
fortuna también indeseables por la inquisición: Tañedores de guitarra, cantores
de coplas, jugadores de cartas, magos adivinos y hechiceras chismosas;
buhoneros y prostitutas, embaucadores de oficio que se sirvieran de los remiendos
teatrales del siglo de oro: actores echados a menos, declamadores de escarnios
y perpetuadores de los últimos alientos del romance hasta la folía y el
fandango. Apenas, el leve atisbo de un fraile sin cabeza, con todo y cueva, en
pleno centro de Ibagué.
Quiero mentar, que si ya harto se
ignora de las acciones y consecuencias del mestizaje forzado entre los pueblos
indígenas, convertidos en un cuento de las hazañas del cacique Calarcá y otros
cuantos más; y de los españoles, hechos un rumor del siglo XVI, mucho más se
ignora de las gentes traídas del África en calidad de esclavos, y que serían al
fin y al cabo, con su dolor y sometimiento, el aglutinante invisible que ha
cohesionado a una naciente sociedad regional. Es como si nadie quisiera ver el
pegamento que sostiene una vasija fragmentada.
Me sirvo del carángano en esta
ocasión, para hacer memoria, y exponer mi opinión sobre lo que considero una
fuerza psíquica subyacente y presente, que determina buena parte de los
destinos de esas tierras. Fuerza psíquica que está presente en todos los
estamentos de lo identitario tolimense, y que, a mi modo de ver, toma mucha de
su fuerza mágica y subconsciente, de las expectativas cifradas generaciones
atrás, en el amuleto llamado monicongo del que nos relata la maestra Blanca
Álvarez de Parra, aun a sabiendas de que es muy poco probable el hecho de que
alguien lo porte en la actualidad. El cristal por el que se mira la realidad en
esas tierras, ha sido empañado también por los rezos de los bogas negros y
mulatos, porque al río Magdalena le han querido dar imagen de prostitución desde
los tiempos de la Malinche o Atahualpa. Ni qué decir de las maledicencias de
los esclavos en las minas, desde El Sapo hasta La Plata. De los ayes gritados
por los sometidos en las haciendas de Neiva… De los golpes a seis octavos dados
a esa caja militar que robada a algún alférez, rememoraría al ‘Ngoma congo.
Aparecen constancias notariales,
que dan fe de personas apellidadas Congo y Angola en haciendas del Alto
Magdalena, entre Mariquita y El Hobo. Aparece en esas tierras, un instrumento
musical cuyo nombre porta la misma NG achacable a un hablar kikoNGo: CaráNGano,
CandaNGa, MiloNGa, ChaNGo, CharaNGo, KimbáNGano, CoNGa, CoNGo, KandoNGue,
PaNGo, SanduNGa, TamunaNGue, JurumiNGa, LuaNGo, BoNGó, NeNGón, ChaNGüí…
Tan hacedor de ruidos y músicas
de fiesta para San Juan Bautista el carángano del Tolima, como el carángano que
vuelve a aparecer en los enclaves negros del Barlovento venezolano, tierra que
por mágico desfogue de fuerzas vitales, está consagrada al primo de Jesucristo.
Sólo, que el carángano barloventeño está hecho con la hoja de una palmera, y el
tolimense, con guadua. Solo que al tolimense le colgaban vejigas de cerdo
infladas con granos de maíz por dentro, y al barloventeño se le pasan totumas
con granos de maíz para que las sacuda su cuerda levantada. Solo, que de los
pueblos de Barlovento si se recuerda que fueron cumbes coloniales, y a los del
Tolima les han borrado esa memoria también. Decoloramiento de la memoria,
patrocinado por los herederos de los esclavistas y actuales dueños de la tierra,
la racionalidad, la institución y la historia.