Tambor alegre de la colección Caballito del maizal.
Foto. Héctor Hernando Parra Pérez
por: Héctor Hernando Parra Pérez
Cuando dicen que le quitaba el cuero y le ponía un pañuelo y
seguía tocando, se refieren a algo misterioso que se escapa de cualquier
facilidad instrumental, de cualquier enredada taxonomía y de cualquier
filosofía. Es magia.
Un hueco milenario en un árbol, no tiene objeto de ser
definido porque así se le pone al servicio de la orquestación de la que puede
hacer parte; entonces, la piel tensa de un animal ora doméstico, ora salvaje,
sigue cifrando la enorme dificultad para hacer comprensible las voces de este periscopio
sonoro que se asoma desde las negras profundidades del ser, hasta las
necesidades cotidianas de quien lo porta sobre sus hombros; y debajo del
sombrero, tan vueltia’o como el destino y tan concha’e jobo como las
apariencias.
También dicen que no hay cuña que más aprete, que la del
mismo palo. No hay trabajo que más recompense que aquel al que se le concede
significado, por arcano e incluso aborrecible que le pueda llegar a parecer a
los demás.
Las sogas que lo sostienen, son un atlas que portan sobre
sus hombros filamentosos, toda la porquería que se transforma en baile y
alegría colectiva. También en insinuación a lo prohibido y polvorín presto a la
pelea de los borrachos.
Tambor alegre te dicen, y a veces, hasta te crees el cuento
de quienes te llaman así. Tú no tienes nombre, tambor, porque se les olvidó a
quienes te amacizaron, en ese revuelto de lenguas y deseos de los que hablan
los que mienten la historia.
También te dicen tambor mayor, como si fueras a lado y lado
de granaderas, bombos y liras: más bien, deliras. Como si conmemoraras torpemente
los motivos de quienes te reprimieron. Es que, bien lo sabes, Pedro Claver te
usó como pretexto para latigar a tus negros instrumentos de africanía.
No te puedo decir otras cosas tambor, porque por culpa tuya
me empecé a sumergir en las oscuras aguas de mis mentiras. Quise gozarte en
fiestas y resulté obsesionándome en mi máscara. Por lo menos, tus repiques me
hicieron saber, aquello que los locos niegan y talvez, de esa manera, con ese destello
de sentido, me haga libre del manicomio. No soy quien para tocarte, y a la vez
soy tu mar, tu negro y tu blanco. No soy nadie para ti, pero para mí inconforme
ignorancia, empezaste a significar la paradoja de la libertad. Gracias y no
gracias, por todos los malos momentos con los que te haces necesario en mi
imitación de lereo. Sin viajes, sin becas, sin renombre.