martes, 17 de marzo de 2015

Se le reventó la cuerda: Mandolina

Mandolinas que hacen parte de la colección "Caballito del maizal"

"Se le reventó la cuerda"
por: Héctor Hernando Parra Pérez
Recuerdo que la mandolina se había constituído en una especie de obseción para mí. Quería tener una y fantaseaba con las músicas que podría interpretar con ella. La quería para tocar joropos, pero también calypsos. La quería para tocar sanjuanitos así como huaynos. Pero ni modos, las mandolinas no se conseguían en Ibagué.
Fue entonces, que visité a mi primer profesor de cuatro para recibir una de esas sesiones en las que quería aprender a reconocer una periquera de un zumba que zumba, pero qué va, me distraje con aquel tesoro colgado en lo alto de la pared del local que por aquellos años ocupaba, en el centro comercial "Sanandréxitos" ciudad de Ibagué. Una mandolina con una bella forma de gota, tan lejos de mi alcance y por eso tan escrutada con mi mirada, se había constituído en todo objeto de palabra que musité esa tarde. No la vendo, fue lo poco que dijo Jaime.
Recuerdo una tarde en la que fui en compañía de mi amigo Carlos Chavarro con el único objeto de acariciar esas cuerdas de metal. Un olor a viejo pino abeto se evaporó por entre mis manos cuando la recibí en ese pequeño instante milagroso, para que a fin de cuentas se le reventará una cuerda cuando mi amigo trató de afinarla.
Al otro día, teníamos el compromiso de llevar una cuerda de reemplazo, una primera de acero para guitarra eléctrica, y Jaime la recibió sin enojarse ni chistar. La guardó en la vitrina en la que tenía los otros juegos de cuerdas para cuatro a la venta y yo, extrañado me preguntaba por qué no le urgía ponérsela nuevamente. ¡Que triste se veía aquella gotica de sonidos así de mueca!
Jaime, unos meses después, habría desocupado aquel local en el que por años estuvo ofreciendo sus arpas, cuatros, bandolas y maracas. Para recibir las clases de cuatro en la que ya había avanzado yo, tenía que ir a su casa, y así lo hice. En el barrio Gualandayes, lo visité y recién pasado mi cumpleaños busqué esa mandolina encantadora, para proponerle un trueque. Me acababa yo de comprar un violín. Mis padres me habían regalado una bandola andina de dieciseis cuerdas (durísima, ahora tengo toda la certeza de mi apreciación) y en mis ahorros contaba yo con doscientos mil pesos en efectivo. Todo, todo anteriormente citado se lo ofrecí en truque al buen Jaime, cosa que, terminó en ver una bella gotica de sonidos sentada en la sala de mi casa y yo, sin saber qué hacer con ella.