Requinto colombiano de la colección Caballito del maizal.
foto: Héctor Hernando Parra Pérez
Por: Héctor Hernando
Parra Pérez
La primera vez que leí este
nombre, estaba buscando las posibilidades de mandar a construír un tiple
puertorriqueño, con los planos contenidos en el libro “El tiple puertorriqueño
historia, manual y método” de la autoría del maestro José Reyes-Zamora, título,
al que había accedido, gracias a la complicidad y confianza del maestro, eminente
tiplista y cantautor vallecaucano, Gustavo Adolfo Rengifo. Es que esos días,
también sirven como evidencia para este ejercicio del buscar conectores
históricos y sonoros entre los instrumentos musicales. El requinto costeño, en
la isla del encanto, es el más pequeño de los miembros de la familia del tiple
de ese país, que por cierto, lleva el poético epíteto de doliente. Portátil y
elocuente compañero de los caminos del jíbaro, entre cafetales, trullas y aguinaldos,
seises y parrandas.
Valga entonces, dimensionar, que se
empieza a avizorar que los instrumentos musicales encordados con aceros tienen una
significativa presencia en el mundo de los cancioneros hispanodescendientes del
caribe, con sus respectivos bailes y también con sus décimas y serenatas. Con
el repentismo juguetón y con el lirismo enamorado. Los laúdes que de las islas
Canarias llegan a Cuba, de los cuales actualmente el más usual es el del
registro contralto y el más sonero y hasta rumbero tres, se hermanan con el cuatro
de los campos de Borínquen, llamando también a la poco conocida bordonúa y aún
a la vihuela que todavía hoy en día recibe tan sugestivo nombre, de alcances
arcaizantes, en esa tarea de reconstruirla y darle ubicación en el espectro
sonoro del territorio isleño.
Para el caso colombiano, ya me
empieza a parecer inusual que no se ejecuten este tipo de instrumentos, ni se
improvisaran décimas en su compañía, pues esta especie poética en nuestro país
toma la forma de un canto a capella con cuyas tonadas se adivina la procedencia
del poeta. ¿Qué habría sido entonces, de ese acervo de la cuerda de acero pulsada
en el caribe continental colombiano? Pues, no olvidemos que la mandolina y el
violín, manifiestan a los cancioneros y bailes de origen angloparlante del
archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Pero, volviendo a la
pregunta y poniendo los ojos en la presencia
del vallenato, tengamos en cuenta que esta familia de géneros musicales oriundos
de “La provincia” se he interpretado en compañía de la actual guitarra clásica
española, y no por una de esas adaptaciones de siglos atrás, que darían forma a
los instrumentos nacionales antes mentados. En conclusión, pareciera que el
caribe colombiano no contara en su patrimonio material, con un instrumento
adaptado de las vihuelas renacentistas o de las guitarras del barroco, a no
ser, que se considerara al tiple y al
requinto, como uno de aquellos miembros, que, por diversas circunstancias históricas
halló refugio en las cumbres andinas y en los respectivos valles cálidos de
este sistema montañoso, desde los tiempos de la colonia. Tampoco, podemos pasar
por alto, que el uso de la cuerda pulsada contó dentro de sus manifestaciones,
con la presencia de las arpas en Cartagena, destinadas a demostrar las
pretensiones de una sociedad clasista
que ha discriminado sus bailes según sus razas y colores: Los bailes de primera
clase, eran con arpa, y los de tercera y cuarta categoría, eran los famosos
bundes con el “atronador” tambor, como menciona el relator decimonónico.
Tengamos en cuenta que en
Cartagena, los avatares inquisitoriales pudieron generar unas presiones
particulares sobre las manifestaciones lúdicas de la raza blanca, que según los
casos, apropiaría o se sometería a los designios del poder moral, de la dupla
iglesia-corona. Poder que, por obvias razones,
tuvo implicaciones en los espacios recreativos: La necesidad de controlar y de
distinguirse de los pueblos sometidos, sería aún mayor, cuando en el puerto de
mayor flujo de esclavos de las colonias españolas en América, la población
proveniente de África era mucho mayor que la de quienes se lucraban de esta
nefasta trata, con todo y los picos y valles de ese negocio. Eso explicaría
porque en los palenques tan cercanos como inaccesibles, sobrevivirían los
tambores castigados por San Pedro Claver y no, las guitarritas de los también
perseguidos mercaderes extorsionados a conveniencia por la corona, bajo su
signo de cristianos nuevos.
Cantar coplas cargadas de doble
sentido y picaresca acompañándose de guitarras adaptadas a la trashumancia del
ser marinero sin animales para sacarles las tripas, incitando a bailes
sugestivos de pareja, de persecuciones y giros que arrebatan al recato y la
decencia, era también motivo de castigo aunque los practicaran los “Amos
blancos”. ¿No le evocará esta sugestión al folclorista contemporáneo al
rajaleña (fandanguillo en el Tolima del. S.XIX) al moño (fandango según cierta
descripción citada por Harry Davidson) a la bamba casanareña (Tierra donde también
se toca joropo con requinto, bandolín, mandolina y bandolón) a las vueltas (Del
valle de Aburrá) y al surumangué cundi-boyacense (Con un nombre tan
africanizante como llevan otras músicas de guitarras rasgueadas de raíz hispano-barroca
como Chuchumbé, Gurumbé, Maracumbé o Cumbé)?
Adentrarse río Magdalena arriba,
subiendo a lado y lado de la cordillera, siempre cerca de las agonizantes minas
de oro y plata, para despúes dedicarse a engordar a la competida sacarocracia,
cargando a lomo de mula las guitarritas de cuerdas costosas e importadas, nudos
o nodos, estas cuerdas de acero, de la red comercial clandestina que pagaría la
independencia de éstas colonias, para después cantar los nacionalismos criollos
copiados y pegados de Europa. La cabalísitica de los nombres de los bailes: El
tres, el seis; la cabalística de las cuerdas de acero: El tres, el cuatro.
Por último, no podemos olvidar,
que las especies musicales más arcaizantes interpretadas en el requinto bajo el
sesgo folclorizante actual, son el rajaleña y el torbellino. Oriundos de
tierras de negociantes, de caña de azúcar o ganado. Rostros de narices
aguileñas, cantan coplas pícaras de
quien también reza fanáticamente a los santos católicos: Religión como disfraz
para evitar sospechas, Gritar identidades con leyendas de indios que trotaban
cantando tonadas de guabina, o de indios que rajaban leña, para parecer nativos
y evitar inconscientes averiguaciones en Cádiz, aun hoy en día.