martes, 12 de julio de 2016

Requinto costeño

Requinto colombiano de la colección Caballito del maizal.
foto: Héctor Hernando Parra Pérez


Por: Héctor Hernando Parra Pérez

La primera vez que leí este nombre, estaba buscando las posibilidades de mandar a construír un tiple puertorriqueño, con los planos contenidos en el libro “El tiple puertorriqueño historia, manual y método” de la autoría del maestro José Reyes-Zamora, título, al que había accedido, gracias a la complicidad y confianza del maestro, eminente tiplista y cantautor vallecaucano, Gustavo Adolfo Rengifo. Es que esos días, también sirven como evidencia para este ejercicio del buscar conectores históricos y sonoros entre los instrumentos musicales. El requinto costeño, en la isla del encanto, es el más pequeño de los miembros de la familia del tiple de ese país, que por cierto, lleva el poético epíteto de doliente. Portátil y elocuente compañero de los caminos del jíbaro, entre cafetales, trullas y aguinaldos, seises y parrandas.
Valga entonces, dimensionar, que se empieza a avizorar que los instrumentos musicales encordados con aceros tienen una significativa presencia en el mundo de los cancioneros hispanodescendientes del caribe, con sus respectivos bailes y también con sus décimas y serenatas. Con el repentismo juguetón y con el lirismo enamorado. Los laúdes que de las islas Canarias llegan a Cuba, de los cuales actualmente el más usual es el del registro contralto y el más sonero y hasta rumbero tres, se hermanan con el cuatro de los campos de Borínquen, llamando también a la poco conocida bordonúa y aún a la vihuela que todavía hoy en día recibe tan sugestivo nombre, de alcances arcaizantes, en esa tarea de reconstruirla y darle ubicación en el espectro sonoro del territorio isleño.
Para el caso colombiano, ya me empieza a parecer inusual que no se ejecuten este tipo de instrumentos, ni se improvisaran décimas en su compañía, pues esta especie poética en nuestro país toma la forma de un canto a capella con cuyas tonadas se adivina la procedencia del poeta. ¿Qué habría sido entonces, de ese acervo de la cuerda de acero pulsada en el caribe continental colombiano? Pues, no olvidemos que la mandolina y el violín, manifiestan a los cancioneros y bailes de origen angloparlante del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Pero, volviendo a la pregunta y poniendo los ojos en  la presencia del vallenato, tengamos en cuenta que esta familia de géneros musicales oriundos de “La provincia” se he interpretado en compañía de la actual guitarra clásica española, y no por una de esas adaptaciones de siglos atrás, que darían forma a los instrumentos nacionales antes mentados. En conclusión, pareciera que el caribe colombiano no contara en su patrimonio material, con un instrumento adaptado de las vihuelas renacentistas o de las guitarras del barroco, a no ser, que se  considerara al tiple y al requinto, como uno de aquellos miembros, que, por diversas circunstancias históricas halló refugio en las cumbres andinas y en los respectivos valles cálidos de este sistema montañoso, desde los tiempos de la colonia. Tampoco, podemos pasar por alto, que el uso de la cuerda pulsada contó dentro de sus manifestaciones, con la presencia de las arpas en Cartagena, destinadas a demostrar las pretensiones de una  sociedad clasista que ha discriminado sus bailes según sus razas y colores: Los bailes de primera clase, eran con arpa, y los de tercera y cuarta categoría, eran los famosos bundes con el “atronador” tambor, como menciona el relator decimonónico.
Tengamos en cuenta que en Cartagena, los avatares inquisitoriales pudieron generar unas presiones particulares sobre las manifestaciones lúdicas de la raza blanca, que según los casos, apropiaría o se sometería a los designios del poder moral, de la dupla iglesia-corona. Poder  que, por obvias razones, tuvo implicaciones en los espacios recreativos: La necesidad de controlar y de distinguirse de los pueblos sometidos, sería aún mayor, cuando en el puerto de mayor flujo de esclavos de las colonias españolas en América, la población proveniente de África era mucho mayor que la de quienes se lucraban de esta nefasta trata, con todo y los picos y valles de ese negocio. Eso explicaría porque en los palenques tan cercanos como inaccesibles, sobrevivirían los tambores castigados por San Pedro Claver y no, las guitarritas de los también perseguidos mercaderes extorsionados a conveniencia por la corona, bajo su signo de cristianos nuevos.
Cantar coplas cargadas de doble sentido y picaresca acompañándose de guitarras adaptadas a la trashumancia del ser marinero sin animales para sacarles las tripas, incitando a bailes sugestivos de pareja, de persecuciones y giros que arrebatan al recato y la decencia, era también motivo de castigo aunque los practicaran los “Amos blancos”. ¿No le evocará esta sugestión al folclorista contemporáneo al rajaleña (fandanguillo en el Tolima del. S.XIX) al moño (fandango según cierta descripción citada por Harry Davidson) a la bamba casanareña (Tierra donde también se toca joropo con requinto, bandolín, mandolina y bandolón) a las vueltas (Del valle de Aburrá) y al surumangué cundi-boyacense (Con un nombre tan africanizante como llevan otras músicas de guitarras rasgueadas de raíz hispano-barroca como Chuchumbé, Gurumbé, Maracumbé o Cumbé)?
Adentrarse río Magdalena arriba, subiendo a lado y lado de la cordillera, siempre cerca de las agonizantes minas de oro y plata, para despúes dedicarse a engordar a la competida sacarocracia, cargando a lomo de mula las guitarritas de cuerdas costosas e importadas, nudos o nodos, estas cuerdas de acero, de la red comercial clandestina que pagaría la independencia de éstas colonias, para después cantar los nacionalismos criollos copiados y pegados de Europa. La cabalísitica de los nombres de los bailes: El tres, el seis; la cabalística de las cuerdas de acero: El tres, el cuatro.
Por último, no podemos olvidar, que las especies musicales más arcaizantes interpretadas en el requinto bajo el sesgo folclorizante actual, son el rajaleña y el torbellino. Oriundos de tierras de negociantes, de caña de azúcar o ganado. Rostros de narices aguileñas,  cantan coplas pícaras de quien también reza fanáticamente a los santos católicos: Religión como disfraz para evitar sospechas, Gritar identidades con leyendas de indios que trotaban cantando tonadas de guabina, o de indios que rajaban leña, para parecer nativos y evitar inconscientes averiguaciones en Cádiz, aun hoy en día.