Jivabürru de la colección Caballito del maizal. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez
por: Héctor Hernando Parra Pérez
Tal vez sea muy concreto el
título con el que decidí empezar este escrito, para reanudar mis actividades
literarias de divulgación virtual. Pero, es que así mismo es concreto el
contenido que pretendo ofrecer a los estimados lectores.
Como jivas, se le llama “popularmente”
o en abreviatura, a las flautas de cañas amarradas que utiliza la etnia Jivi
para sus celebraciones colectivas, en un ámbito festivo; profano, si cupiera
bien el término. Es que a veces, relacionamos desde la ciudad, a las prácticas
musicales y danzarias de las comunidades indígenas, únicamente dentro de un
contexto ritual, ceremonial y sagrado. Significando éste último término, en términos
religiosos, como más a la mano los tenemos los citadinos, aunque seamos o no,
practicantes de uno de los sistemas de creencias venidos desde España, hace ya
cinco siglos, o de Inglaterra o Estados Unidos según sea el caso.
Máxime, cuando vemos que en la
celebración de dichas manifestaciones, se emplean instrumentos musicales que
demuestran en su elaboración e interpretación una lógica de pensamiento con
elementos prehispánicos más evidentes. Valga mencionar en este punto, que en
ciertas etnias y en ciertas celebraciones, instrumentos musicales relacionados
con un evidente aporte hispánico, tienen, un elemento ritual muy acentuado y hasta
privativo, pese, a ser instrumentos descendientes por ejemplo, de la guitarra
española del siglo XV y XVI.
Al visitar a algunos integrantes de la etnia Jivi, en la comunidad de
Coromoto en Puerto Ayacucho, teníamos en mente, una serie de miradas previas.
Tal vez la más dramática de esas miradas, y que estaba plenamente relacionada
con la realidad histórica reciente del territorio colombiano, era aquella según
la cual, teníamos consciencia de que los Jivi que visitaríamos, migraron desde territorio
colombiano hacia territorio venezolano, por factores relacionados con la
violencia que se recrudeció en los llanos neogranadinos en la mitad del siglo
XX. Aunque no hemos estudiado los pormenores de estos nefastos acontecimientos,
mucho habría tenido que ver la persecución política que se desató entre
llaneros del partido liberal, y la policía conservadora que empezó a hacer
matanzas selectivas en contra del partido de la bandera roja. Esto pudo haber
desatado una mayor presión sobre nuevos territorios aún no explorados y con
ello, una mayor presión sobre los antiguos habitantes de los territorios.
Aparecieron o por lo menos se hicieron más evidentes, las desgraciadamente
llamadas cuibiadas o guajibiadas: Matanzas perpetradas contra indígenas Cuibas y Jivis (Guahibos) en
disputas territoriales por el control del uso del suelo perpetradas por ciertos
sectores de colonos que veían a los indígenas como enemigos “Más dañino que los
animales” por aquello que los animales pueden hacer daño involuntariamente,
mientras que “el indio lo hace deliberadamente”.
No sólo significaría esa
experiencia la primera vez que visitaríamos por varios días a una comunidad
indígena, sino que también visitaríamos a los sobrevivientes de la guerra
colombiana de los años 50´s.
Todo el mundo de imágenes
borrosas, prejuicios e idealizaciones se fueron diluyendo hasta dejar en
nuestras memorias y cuerpos el rastro de haber visitado a seres humanos en
pleno ejercicio de autoafirmación, adaptación y supervivencia, con todas las
transformaciones que ello genera en las culturas. Partiendo de los relatos del trabajo
de campo que adelantó el “CIDICUV” Y “VENEZUELA AUTÉNTICA” de mano de nuestro
amigo Danny Torres, nos fuimos sumergiendo en el pie de selva amazónica, dando
con los memorables Pedro Morales “Quéquerre” y sus hijas, con Miguél Gaitán, la señora Cristina Gaitán, y sus hijas; con
José Antonio Caribán “Yakueto” con Jaime López “Watsarca” y los miembros del
grupo de danzas. También, con el ruido de las iglesias irrumpiendo el canto de
los seres selváticos y disputándose la sonorización electrificada con los equipos
de sonido plenos de reguetón y bachata. Con mercados en vez de tierra sembrada,
pues la yuca amarga y sus comestibles ya no se siembran y preparan, sino que
compran en Puerto Ayacucho.
Sin embargo, ni la sordera
progresiva de Pedro Morales, ni las cataratas de Miguel, ni el reumatismo de la
señora Cristina pudieron evitarnos saborear un poco de esa historicidad que aún
resuena entre cráneos de venado y tsitsitos. La mata de Jiva, el carrizo de
elaborar instrumentos musicales, se ha quemado en sus historias, y así, el
grupo de danzas se busca un nuevo lugar para mantener las sonoridades, también
en tarimas y festivales culturales.
Las jivas, han sido flautas para
hacer fiestas. Fiestas de beber yarake y de bailar durante horas por diversión.
Ya el antropólogo puede ver muchas cosas. Y nosotros también.
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