por: Héctor Hernando Parra Pérez
Requintillo de la colección "Caballito del maizal" donación del señor Raúl Peña. Foto: Héctor Hernando Parra Pérez
Un silencioso amanecer me
descubre con la desazón que supone ser un fracasado marginal, a la vez que un cómodo
y quejumbroso ¡Sin ni siquiera poder culpar de ello, a los vicios más prestigiados
como las drogas o el alcohol! Negocios disputados entre unos y otros, que se
comieron el alma de tantos verdaderos artistas. A ello añado, el seguir contemplando
un remedo de consciencia, pues la reiteración de pensamientos sordos y
enroscados en su propio absurdo, se toman la potencialidad de una mente necesitada
de crear, expuesta a los malestares de una sociedad, de la que sigue siendo
parte. No hay escape: hay que levantarse de la cama.
En medio de aquellas nebulosas,
me trato de asir a unas cuerdas, o a unas membranas, o a unos carrizos, o,
para más simbología y telurismo, de las
semillas que preñan los subsuelos del sonido, y contemplo, a guisa de ejemplo, al
ingenio de aquellos que la han pasado mal, marginados y utilizados por el
maniqueísmo de las representaciones institucionales. Por ahí me flota la idea,
que tengo del señor Pedro Morales Pino, de quien ya nunca más olvidaré, al
pasaje Rivas, tan de sus soledades.
Hay más de cuatro preguntas para
formular al respecto de las músicas que hoy cantan lo que fueron penas, pero como
diversión y entretenimiento; o intelecto y deleite. ¿Qué más da? En todo caso, ya
sólo son bandera. Bandera ¡Qué ironía! Del aparato que sistemáticamente ha
marginado a esos incómodos creativos, para complacencia de gestores y
mercachifles, de imitadores y postizos, tan efectivos y audaces. Tan
lentejuelas y canutillos. Tan “Bling-bling” versus el Rythm and Poetry. Y l@s
negr@s y l@s indi@s, y l@s campesin@s, ¡Ah! ¡Qué fácil cantera de la
representación le resultan a la bandera y sus agentes!
¡Qué cuento de la quinta cuerda de Diego Fallón! ¡Qué cuento de la
sexta cuerda de Morales Pino!
¿No han visto al bandolín tachirense? ¿No han visto a la bandurria
filipina? Si nada se dice de Fallón en el Táchira, Menos se dirá de Morales
Pino en los alrededores de Manila. Es
que esos cuentos no los cuentan, pues el aparato, ávido de almas, borra
subjetividades para hacer himnos y proclamas autosuficientes.
A esas guitarritas del siglo XIX que se llamaban tiple o bandola
(Según el temple que se le diera) había que esconderlas; como hasta hace poco decían
en el Patronato colombiano de artes y ciencias que “había que quitar a las
panderetas de la organología colombiana porque no es un instrumento folclórico
colombiano, sino español” siendo que, hay más coplas de “La Pandereta y el
chucho” que de cualquier otro instrumento musical propio de las parrandas
torbellineras. Coplas que no se las inventó la institución, incapaz de esas
liras, sino la gente, y desde tiempos en que el alcalde y el cura vestían de
alpargate y ruana (Sin querer decir por ello, que el torbellino nació en Vélez
en épocas muy lejanas). O ¿Cuántas coplas de la esterilla y el quiribillo, o el
alfandoque y la carraca se topan en esas lides poéticas? La zambumbia y la tambora
Se
fueron a parrandiar
La
zambumbia pegó un brinquito
Hasta
el África, su hogar (nativo, que no
adoptivo)
A esas guitarritas, había que inventarles algo, para que no parecieran
de otro lado. Nada más, para que parecieran la más legítima herramienta de la
autoafirmación institucional, que invisibiliza a los sujetos que conforman la
nación. Lo “Legítimamente nacional” convierte en leyenda al hombre, para deleite
de sus Atlas. Y a los humanos, una vez que han dado lo más caro de su alma, los
hace deudos, Morales. Hasta divertido resulta, que la historia de lo más legítimamente
nacional en cuanto a cordofonescas tiplesencias y requintesencias, ha sido escrita
por un ascendente extranjero. Norato hasta donde sé, tiene más de italiano que
de muisca. Extranjeros que unas veces eran solícitos por la monarquía o la
República, talentosos y virtuosos bienamados; o eran huidos de la Monarquía o
la República, ora piratas e irredentos, también talentosos y virtuosos. ¿O es
que la escala para el diapasón de un tiple le sirve a una mandolina?
De esas guitarritas, lo último que supe, es que el mercado voraz, las
convirtió en juguetes para turistas, cuando aún se llamaban requintillo. Sus
ocho clavijas, se volvieron seis, sus trastes calibrados desaparecieron, y al
rico acabado en goma laca, tan delicado en su preparación, le sucedió un machetazo
en aerosol azul-verdoso, que muchas veces sabía decir: “Colombia te quiero”.
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