jueves, 13 de octubre de 2016

Gaitas, Gavilanes y Guitarras.

Gaita charra de la colección Caballito del maizal. Donación del profesor José Ramón Cid Cebrián. 
Foto: Héctor Hernando Parra Pérez

por: Héctor Hernando Parra Pérez

Dijo, el señor Laurentino Quiñones, en uno de los capítulos de la serie televisiva “Expedición sonora” dedicado a las chirimías y a las bandas de flautas del Cauca andino; que la caña con la que se elabora el instrumento melódico típico de estas agrupaciones, recibe el nombre de gaita.
Hace más o menos dos años, Néstor Pinilla me escribió a mi cuenta de Facebook para contarme que se había ido a vivir a mi ciudad natal, invitándome a toca músicas de chirimía las veces que yo me encontrara por allá.
A finales del año 2015, di con el señor Iván Mayorga, gracias al maestro Omár Flórez. En ese momento le encargué al maestro Omar, la confección de tres flautas de caña, que fueran réplicas de las que usara el señor José Idrobo en San Agustín, Huila. El día que las fui a recoger, conocí una bella caja redoblante típica del macizo colombiano, y días después, adquirí el bombo en casa del señor Mayorga. Ya con ese juego completo de instrumentos, me animé a escribirle a Néstor para hacer unos pequeños recorridos con algunos amigos más, por los barrios céntricos de la capital del Tolima.
También me había llevado yo, mi requinto de clavijas de madera. A la par de la flauta, empecé la tarea de hacer merengues y rumbas dedicados a la avifauna local.
Ese miércoles de enero, Néstor se había demorado en llegar a nuestra cita de las tres de la tarde en la plazoleta de La Pola. Se me ocurrió entonces, sacar mi libretica de apuntes, para esbozar unas cuantas cuartetas dedicadas al colibrí. Las cuartetas se me acabaron, el estribillo también, y con los instrumentos tomé, dirección occidental rumbo a casa de mis padres. Ya dos cuadras más adelante, venía Néstor y empezamos los dos nuestra correría por La Pola y Belén, desembocando en la Plaza de Bolívar.
La sed de la tocada me propuso tomar un poco de agua fresca, mientras conversaba con Néstor. Inconscientemente, mi mirada se dirigió al único árbol extranjero que vive en la plaza, una secuoya, que en su copa recibía el peso de una rapaz que supongo, era un gavilán. ¡Más no era aquello lo sorprendente! Como una espadita de colores refulgentes, le hacía la guerra a la rapaz, un diminuto pero osado colibrí que a cada embestida y lanzazo, emitía un chillido de profundo descontento frente a la presencia del accipítrido. Asombrado yo, puse la flauta bajo mi brazo, y sin perder de vista tamaño episodio, de épica ornitológica, le seguía hablando a Néstor, contándole mis impresiones. Por ello, tampoco me di cuenta de que en el mismo plan observante, venía Juan Daniel, coterráneo que hacía un tiempo no venía a su ciudad natal.
El colibrí logró su cometido, desterrando al gavilán de la punta de la secuoya. Parece, que se había ido a una de las ramas de la emblemática ceiba, adyacente a la antigua sede del colegio donde tanto Juan, como yo, habíamos estudiado en épocas diferentes, sin conocernos en esos tiempos.
Ido el gavilán, Juan se dio cuenta de que hacíamos músicas Néstor y yo. Entablamos los tres una conversación en la que, dentro de tantos detalles coincidentes, coincidimos nuevamente, en el nombre de un instrumentos musical; instrumento al que conocí, gracias a las consecuencias de este blog: El pandero cuadrado de Peñaparda, pues, Juan trabaja y vive en Salamanca, donde entre otras cosas, desarrolla actividades relacionadas con las músicas de allá; y yo, gracias a una conversación vía chat, que tuve con Edgardo Civallero, a raíz de las búsquedas en torno del chimborrio,  supe de la cuadratura de ese membranófono castellano. ¡Ojalá coincidamos en Salamanca! decíamos ya para despedirnos, sin embargo, para mis adentros, veía tan remota mi ida a España, que tomé dicha promesa como una de tantas que se hacen, cuando se suponen imposibles a la razón. A las dos semanas de ese encuentro, se me convoca para hacer parte de una gira musical por Sicilia, por parte del grupo de danza “Akaidaná” del que es parte Tatiana Hernández, directora de la Fundación artística Inti Amarú, espacio artístico del que soy miembro en tanto músico-actor de la obra de creación colectiva “Buya…Buya…Bullerengue”. ¡Eso de Agrigento a Salamanca no es sino un paso! y, como el gavilán y como el colibrí, volamos. Volamos rumbo al mediterráneo que nos recibía, para despedirnos entre todos del invierno, y saludar a la primavera, con la floración de los almendros.
Me fui de Agrigento sembrando una gaita corta en La mayor y cosechando un mandolino. Me fui de Salamanca sembrando una gaita corta en Sol Mayor, y cosechando una gaita charra. Dimos mi compañera Inti y yo, razón del chimborrio en la emisora de la universidad de Salamanca, departimos algunas canciones con gratos músicos de la ciudad y volvimos a nuestro país.
Tanto busca Juan sus cuestiones de charros, entre las artes de Salamanca y las del occidente mexicano, que me hizo pensar en mis propias búsquedas de atar cabos desde las músicas hacia las historias. Supe entonces de su aprecio por el trabajo del grupo de música antigua Segrel, que desde México, concatena músicas gestadas en el renacimiento y el barroco español e hispanoamericano, con músicas de tradición popular en México, como el son huasteco. A sabiendas de la alta posibilidad que tenía mi persona de ir al país de los Aztecas, me contacté con Manuel Mejía Armijo, director musical del grupo Segrel, y con el luthier Salvador Soto, artífice de la guitarra que representa para mí, lo indecible de nuestro mestizaje, pues es a ella a quien le corresponde, desde la dulce melancolía de su sonido. Madre del la evocación del tiple con sus guabinas y del alborozo del cuatro en el joropo.

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